martes, 28 de agosto de 2012

Una mujer ardiendo


Yo no era más que un receptáculo para el hombre, deshumanizado y pasivo. También es evidente que probaron, para sacarme de esa insensibilidad, todos los estúpidos medios habituales. Me vistieron, para tener el placer de desnudarme públicamente, doblada sobre el potro en medio de la aldea. Me dieron una azotaina más, que me puso el trasero superficialmente en erupción, sin arrancarme de mi indiferencia. Incluso tuvieron la crueldad de hacer que Nawa-Na me pegara a varazos, y aullé de dolor. Pero si eso logró satisfacer a uno o dos hombres, que me encontraron más sinuosa, más caliente, y la vagina más enfebrecida podo después, no dejé de caer de nuevo en una apatía casi invencible. Entonces llamaron a Ra-Hau, consultaron a las ancianas. Una de estas brujas, tras unos conciliábulos, correteó hasta su choza y volvió llevando en el hueco de sus manos, como si fuese un tesoro muy frágil, dos bolas de un blanco ceroso, que tenían aproximadamente el tamaño y la forma de un huevo. En mi agotamiento, me divertía con la estupidez de los indígenas.
« Sin duda, ahora quieren injertarme unos testículos », me decía, conteniendo con dificultad las ganas de reír de puro eretismo.
Pronto deje de reír. La horrible vieja, tras confiar su tesoro a una de las mujeres que se encontraba por allí, cuchicheando a la luz de las hogueras, me puso tan desnuda como vine al mundo. Tras lo cual se sentó en uno de los bancos naturales y me tendió sobre sus rodillas. Afortunadamente, las viejas de allá usan taparrabos más largos que las jóvenes. Por nada en el mundo hubiese deseado tocar su piel ajada. Cuando estuve así tendida, las nalgas expuestas, la vieja me acarició con bastante habilidad, rozándome con la palma de la mano y la punta de los dedos la convexidad de las nalgas, luego el pliegue entre éstas, la zona anal propiamente dicha y, por último, el pliegue de la vagina entre los muslos, haciéndolo tan furtivamente, aumentando la presión sólo de forma imperceptible, que sin querer me distendí poco a poco y me abrí. Entonces, siguiendo una de las tácticas preferidas de los salvajes, en el preciso instante en que por fatiga, por olvido, por abandono de todo el cuerpo, lo dejaba abrirse, la maldita vieja cogió prestamente de la mano de su vecina uno de aquellos huevos de firme y butirosa consistencia y me lo introdujo a la fuerza en el recto. Confieso que chillé de miedo, de sorpresa y de dolor. Al principio me distendió espantosamente el ano y, a continuación, en cuanto estuvo dentro de mí, su forma ovoide y la compresión del esfínter pareció propulsarlo en el estrecho canal intestinal a una velocidad fulgurante. Sentí que iba a alojarse como un proyectil en lo más profundo de mi vientre. Al atenuarse en ese momento el dolor, siempre sin pensar en ello, dejé de nuevo que todos mis músculos se relajasen. La vieja aprovechó al momento la situación para meterme el segundo huevo entre los muslos. Al igual que el primero, prorrumpió en mí y me dio la sensación de que iba a alojarse en la matriz. Sin darme tiempo a gritar esta vez, la vieja de una sacudida me volvió a poner de pie. Enloquecida, consciente de aquellas dos abominables esferas en mis entrañas, perdí todo pudor y realicé violentos esfuerzos para expulsarlas, flexionando las rodillas y haciendo fuerza hasta que mis muslos temblaron y mi vientre pareció agarrotarse. En vano.
Los dos huevos parecían pegados a lo más hondo de mí, en la pared de mis entrañas y de la matriz. De nuevo aullé, y las mujeres batieron palmas, mientras se encendían los ojos de los hombres. Entonces, como me ensañaba en empujar y contraerme con todas mis fuerzas, tuve la impresión de que los cuerpos ovoides perdían dureza, consistencia e incluso forma, parecían fundirse, penetrando y empapándome poco a poco la carne íntima. Y, a medida que se fundían, que a mi pesar los absorbía por todos los poros de las mucosas, una especie de tenebroso fuego líquido empezó a impregnarme todo el cuerpo, a correr solapadamente por todas mis venas con mi sangre. Incluso mis esfuerzos para rechazar, hacer salir de mí dos abominables objetos, parecían haber apresurado esa difusión, esa invasión. Me puse a aullar sin parar, y las palmadas hicieron furor. El fuego líquido, al haber envuelto como en un gran latigazo todo el habitáculo del cuerpo, volvió a localizarse y fijarse, con una fuerza tenaz, desesperante, en la vagina y el recto. Recuerdo que de niña me había reído, aunque haciendo muecas de malestar y repulsión, la primera vez que sorprendí a un criado empleando la expresión: llevar fuego en el culo. Ahora lo llevaba en el mío. Hubiese podido jurar que esa parte tan secreta de mi cuerpo estaba, al quemarse, en carne viva. El dolor, sin embargo, había dejado de ser intolerable, pero en realidad hubiera podido decirse que una hoguera ahogada roncaba dentro de mí. Rechinaba los dientes y quise empezar a correr, buscando agua, hierba, aire, noche, algo que apagara por poco que fuese esta monstruosa combustión. Las mujeres, riendo, se colgaron de mis brazos para retenerme. Sentía que estaba volviéndome loca. Sin embargo, la vieja bruja no había actuado desatinadamente. Cuando vi claramente que no podía escapar, mi cuerpo pareció comprender por sí mismo dónde encontraría alivio. Tirando con todas mis fuerzas de las manos de las mujeres que me agarraban, corrí a pegar mi cuerpo entero al primer indígena a mi alcance. Por suerte estaba desnudo, y el solo contacto con esa desnudez me proporcionó un fugaz enfriamiento, una promesa. Pero el miserable cretino, con el choque de mi cuerpo, y también porque mi extravío y mi furiosa carga le produjeron una irrefrenable risa, desempalmó en cuanto le toqué. Por lo que, liberándome furiosamente de las mujeres que todavía me sujetaban, le masturbé frenéticamente y, en cuanto estuvo en condiciones, me la metí de un golpe dentro de mí. Pienso que debió creer que era asaltado y violado por una zarza ardiente, porque poco faltó para que los ojos le saltaran. Bailé literalmente sobre su verga, totalmente despreocupada de que él se afanase o no. Al mismo tiempo enseñé los dientes a Ra-Hau, como una hiena, demasiado atareada y demasiado despavorida para ni tan sólo poder pronunciar su nombre. Comprendió, y a su vez se situó junto a mi espalda, abriéndome salvajemente las nalgas y enculándome con el mismo movimiento. Creí que mi ano explotaba y, sin embargo, nunca fui tan bien satisfecha como cuando su enorme aparato me dilató las entrañas. Realmente era como beber cuando se tiene sed. Muy aprisa, demasiado aprisa, saltando sobre sus dos pollas, les arranqué una doble ola de esperma, vaciándoles los cojones como bolsillos que se vuelven del revés. La mandíbula de los dos brabucones les pendía y rodaron por el suelo con ojos de buey. El fuego en realidad no me abandonaba, renacía como de sí mismo bajo la breve caricia del esperma. Por eso expulsé sin ceremonia alguna a los dos leños fuera de uso y de nuevo me abalancé sobre el primer indígena. Los otros esta vez me impidieron violarlo. Me agarraron, me echaron de espaldas sobre una especie de banqueta y me doblaron las rodillas sobre el pecho. No dejaba de jadear y de palpitar, no de placer ciertamente, sino porque la infernal quemadura me aguijoneaba. Los hombres empezaron a metérmela casi uno detrás de otro. Esa noche ni se habló de lavarme. Incluso me pregunto si todos mis servidores estuvieron ni tan sólo el tiempo de gozar. Uno me atacaba de pronto lo mejor que podía la vagina y, a pesar de mi posición, le sacudí los riñones casi para rompérselos. Seguía rechinando los dientes, echaba espumarajos cuando tenía un apaciguamiento pasajero y cuando la nueva verga, cuyo calor incluso me parecía refrescante, se abría camino en el corazón de las mucosas inflamadas. Luego, llena de impaciencia, enloquecida, tan pronto como ese pequeño frescor empezaba a disiparse, con una contracción espasmódica de la entrada de la vagina, cizallaba la picha del hombre, con el fin de sacarle todo el jugo y rechazarla. Al instante, otro tomaba su lugar, o más bien estaba entre mis nalgas y me atiborraba el recto. Con ayuda de un furioso balanceo de las caderas y de una súbita contracción del ano, lograba sacarle tan deprisa como a su compañero. Las mujeres incluso tuvieron que sentarse sobre mis brazos y manos para impedirme balancear los testículos de estos miserables endebles, al igual que si tañeran campanas, al mismo tiempo que me jodían. Por mi propia voluntad, valga la expresión, esa noche creo que despaché a más de la mitad de los hombres disponibles de la tribu. « Todos los perfumes de Arabia no purificarían esta pequeña mano », a veces citaba a mi padre « All the perfumes of Arabia will not sweeten this little hand », Macbeth. La pretendida virilidad de cualquier rebaño de hombres no podría agotar la minúscula vulva de una mujer.
Sin embargo, estaba molida. Era como si me hubieran apaleado con barras de hierro. En aquel momento hubieran podido hacerme trizas o hacer que montase un caballo de verdad, y no habría esbozado el más mínimo movimiento de defensa.

Cruel Zelanda, de Jacques Serguine 

2 comentarios:

  1. Saludos Lepis, soy un admirador de tu labor en este blog, el cual encontre por estar buscando informacion acerca de uno de los libros que has reseñado, el de Cuentos para enrojecer a las Caperucitas, el cual tuve, perdi y que no he vuelto a encontrar, pero he quedado gratamente sorprendido por el contenido de tu blog, tus eruditas reseñas son muestra tanto de gran cultura como de un gran sentido del humor, las imagenes que subes, tanto las francamente cachondas como las que son de risa loca son memorables, lo cual contribuye muchisimo al deleite del lector, por lo tanto, te felicito por hacer de este blog un sitio donde se puede disfrutar de la cochineria de manera tan grata.
    Por ultimo (y disculparas lo extenso de este comentario), quisiera saber si tendras algun dato de un libro que tambien tuve y perdi, se llama Las estaciones de Amor, uno mas de ese prolifico escritor Anomino (o eso creo), que es la transcripcion de una serie de cartas entre un matrimonio ingles, donde se confiesan todas las aventuras de indole erotica que van experimentando (la mujer tiene una serie de aventuras lesbicas, el hombre participa en una serie de eventos que son casi iguales a los que tiene el protagonista de Venus en India), ese libro fue editado por Robinbook, en los noventas.

    De nuevo, felicidades por el blog.

    Francisco

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  2. "Cuentos para enrojecer a las Caperucitas" es una maravilla. Yo lo busqué años, hasta que un día una lectora me lo regaló en un gesto de amabilidad gigantesco.
    Ese otro libro, "Las estaciones del amor" me suena conocido.............Pero no creo haberlo leído.

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