martes, 23 de abril de 2013

Cómeme (Cuento de Linda Jaivin)

Este es el primer (y mejor) cuento del libro del mismo nombre de Linda Jaivin.

Disfrútenlo.......y laven la fruta y la verdura antes de comerla.


Acarició los higos frescos con las yemas de los dedos. Realmente, eran unos saquitos sorprendentes: extraños, oscuros y arrugados, pero exquisitos al paladar. La madre naturaleza debía de estar pensando en el padre naturaleza cuando inventó los higos.

Ava levantó la mirada, echó hacia atrás la larga melena negra y miró a su alrededor con ojos azules como el hielo. No parecía que hubiera nadie más en el supermercado. Sarah, la única cajera del turno de noche, acababa de despachar al último cliente y estaba absorta en la lectura de una novela rosa de la colección Harlequin. Lo único que se oía era el murmullo de las cámaras frigoríficas y la melodía casi imperceptible del hilo musical. El frío artificial del potente aire acondicionado mitigaba lo que, sin su presencia, hubiera sido una cornucopia de aromas increíblemente excitante, desde la dulce madurez de los plátanos hasta la acritud cítrica de los limones y las limas. En los supermercados todo es frío: los brillantes suelos recién fregados, el gélido acero de los estantes, la fluorescencia polar de las luces... 

Ava cogió un higo y lo olfateó. Sacó la lengua y lo lamió. ¿Si a los conejos les gustan las zanahorias, por qué no les van a gustar también los higos? Se subió lentamente la minifalda negra hasta dejar al descubierto los remates de encaje de sus medias. No llevaba bragas. Nunca llevaba bragas. ¿Para qué iba a llevadas? Al tocarse, notó que ya estaba caliente y húmeda. Con la otra mano, se acercó el higo a la entrepierna y se acarició la boca del sexo con la fruta, primero suavemente, después con vigor. Notó cómo la piel del higo se iba rasgando. Algunas de las semillas se pegaron a sus labios vaginales y a otros lugares secretos del interior de sus muslos. Volvió a meterse el higo en la boca -un dulzor salado- y lo chupó hasta dejado seco.

Ava dejó caer los restos de la fruta en el estante y avanzó hacia las fresas. Grandes, rojas y firmes, sabía exactamente cuál era su sitio: dentro de ella. Dio varios pasos sin separar los muslos, colocando un tacón justo delante del otro, concentrándose en las sensaciones que le provocaban las fresas al deslizarse unas sobre otras, aplastándose entre sí. En su imaginación, creía poder distinguir el cosquilleo de cada rabillo verde. Se paró, apoyó la espalda contra uno de los estantes y cerró los ojos mientras los jugos se derramaban entre sus muslos.

Adam, el vigilante del supermercado, tragó saliva. Se movió para poder observar mejor a Ava desde detrás del estante de las patatas fritas. La nuez le descendió por el cuello hasta el botón de la camisa. Adam ya estaba ahí, detrás de las bolsas de patatas, cuando ella había llegado a la sección de' frutas y verduras. Lo había visto todo. Sabía que debería haberle llamado la atención en cuanto empezó a juguetear con el higo, pero estaba paralizado por...¿Por qué? Sintió un escalofrío. Se ajustó los pantalones caqui y se pasó la mano por la cabeza rapada. Sus movimientos eran torpes. Una brillante bolsa de aperitivos de maíz bajos en colesterol cayó al suelo con estruendo.

Si Ava se dio cuenta, desde luego no hizo nada para demostrado. La expresión de su cara no cambió; parecía extasiada. Se subió la falda un poco más, hasta dejar el liguero al descubierto, se metió dos dedos en su propio fruto, lleno de jugos frescos y punzantes, y empezó a frotárselo al tiempo que movía las caderas, cada vez más rápido. Se sacó los dedos, muy despacio, se los introdujo en la boca y se los chupó con fruición. Un hilo de papilla de fresa le resbaló por la barbilla. Hurgó en su bolso hasta encontrar un espejo. Agachada, con el culo apuntando hacia Adam, situó el espejo entre sus piernas, se abrió el sexo con los dedos y se estudió a sí misma con atención.

Uvas. Eso es lo que pensó.

Las eligió cuidadosamente. Frutas firmes en un racimo prieto. Uvas grandes, redondas, moradas. Se dio la vuelta y apoyó la espalda contra el estante. Abrió las piernas de par en par y empezó a dibujarse pequeños círculos en el clítoris. Con la otra mano, se fue metiendo las uvas, poco a poco, tirando levemente de ellas antes de cada nuevo empujón. El racimo le arañaba y le hacía cosquillas, y eso le gustaba.

Sin previo aviso, Ava levantó la cabeza y miró fijamente a los ojos al hombre que la había estado espiando todo este tiempo. Sus labios, rojos como la sangre, dibujaron una sonrisa maliciosa. Cogió una uva chorreante y se la ofreció. Adam se quedó rígido, como los alimentos de la sección de congelados. Dibujando un beso con los labios, Ava se llevó la uva a la boca y la succionó sonoramente. Después devolvió el racimo al estante. Sin apartar ni un momento los ojos de Adam, tanteó a su espalda hasta encontrar un kiwi maduro. Enseguida lo levantó delante de ella y clavó las uñas en la piel velluda. La fruta estalló y el líquido verde resbaló entre sus dedos. Ava clavó sus ojos en los de Adam y se introdujo la fruta herida en la cueva hambrienta que tenía entre los muslos, por los que ya chorreaban todo tipo de jugos.

Adam dio un paso vacilante hacia ella. Ava hizo como si no se diera cuenta. Se sacó el kiwi y se comió la mitad, sin ninguna prisa. Extendió el brazo hacia Adam y le ofreció la otra mitad al tiempo que arqueaba una ceja. Adam siguió avanzando hacia ella, ahora con paso decidido. Cogió la fruta, se la comió con desenfreno y se dejó caer de rodillas delante de Ava.

Ella abrió las piernas un poco más. Extendió los brazos, le agarró de la nuca y le apretó la cara contra su fruto. Adam gimió.
-¡Cómeme! -le ordenó ella.
-Pero... -protestó él con voz temblorosa.
-¡Cómeme, patata asquerosa! -repitió ella, esta vez con tono amenazante.
-Pero...
Ava escarbó en su bolso con la otra mano y sacó el pequeño látigo que siempre llevaba con ella. Lo hizo chasquear en el suelo, justo al lado de Adam.

Él movió la cabeza de un lado a otro, pero sólo consiguió que el roce de su cabeza y de su barba incipiente excitaran todavía más el sexo hinchado y anhelante de Ava.
-Cómeme, mancha de café, rodaja de queso rancio, filete de carne de caballo viejo -lo humilló ella, acariciándole la nuca con el mango del látigo.
-¡No! -protestó él-. ¡No, no lo haré! ¡Y no puedes obligarme! ¡Soy un chico bueno!
-Eres un chico malo -lo contradijo Ava-. Peor que unas patatas fritas con sal y vinagre, peor que una gran tarta de chocolate.
-¡No es verdad! -se quejó Adam agarrándose a los muslos de Ava con las dos manos- Soy tan intachable como Sara Lee, tan puro como una barra de pan integral. No participaré en tus asquerosos juegos. -Ava le dio un fuerte tirón de orejas. Adam gimió de dolor y dejó de forcejear- Está bien -susurró en la entrepierna de Ava-. Está bien. Te comeré. Lo haré. Serás mi paté, mi pulpo, mi arroz con calabaza, mi estofado. -y empezó a comer, a comer como si estuviera muerto de hambre. La devoró con la lengua, con los labios, con los dientes y las manos. Comió hasta no dejar rastro del higo, ni de la fresa ni de las uvas ni del kiwi que la batidora de amor de Ava habían convertido en un yogur caliente y salado de frutas tropicales. .

Ava dejó caer el látigo. Mientras se deslizaba hacia el suelo, su mano encontró un racimo de plátanos. Adam seguía arrodillado, bebiendo de su abrevadero. Extendió los brazos, le cogió la mano a Ava y se la apretó contra el suelo, obligándola a soltar los plátanos. Ella levantó la cabeza y lo miró con rabia. Forcejeó, pero fue inútil. Ahora era él quien sonreía. Volvió a concentrarse en el sexo de Ava, pero esta vez a su propio ritmo, dolorosamente lento. Ava gimió, dando patadas al aire, y se corrió en la boca del vigilante. Uno de sus zapatos de tacón salió volando y resbaló por el pasillo hasta la sección de cereales para el desayuno. Adam le dejó libres las manos y siguió chupándola mientras buscaba el racimo de plátanos a tientas. Peló uno. Sin levantar las manos del suelo, Ava respiró hondo. Adam le metió el plátano hasta el fondo. Después se levantó y la observó de reojo mientras ella se provocaba un nuevo orgasmo con expertas arremetidas del plátano. N o paró hasta convertir la fruta en papilla.
-¡Eres una puta asquerosa! -exclamó Adam mientras se acercaba a la sección de verduras. Cuando volvió con un pepino, Ava lo esperaba de pie, con el látigo en la mano.
-¿Qué has dicho? -Aunque la voz le temblaba un poco, sonaba imperiosa-. Maldito pedazo de salami podrido -le espetó con voz ronca.
-Que eres una puta asquerosa -repitió él con un poco menos de convicción sin apartar los ojos del látigo-. Me das más asco que una sopa de sobre, me das más asco que... que un bizcocho de cabello de ángel, que el queso con gusanos.
-Quítate los pantalones -dijo ella acariciando el mango de cuero del látigo.
-Ni lo sueñes, manitas de cerdo.
-He dicho que te quites los pantalones, pedazo de colesterol.
-Puta. Zorra. Huesos de caldo.

Ava hizo chasquear el látigo con un rápido movimiento de la muñeca. La punta afilada lamió el muslo de Adam.

Resoplando, Adam se bajó los pantalones; él tampoco llevaba ropa interior. Tenía una erección monumental. Ava se la acarició suavemente con el látigo y se rió con sorna.
-Así que lo estás disfrutando, mofletes de requesón.
Adam rehuyó su mirada.
-Agáchate.
-No.
-No hagas que me enfade.
Él frunció el ceño, se agachó con el culo apuntando hacia ella y apoyó las manos en el estante de la fruta.
-Dame el pepino -le ordenó ella.

Al volver la cabeza, Adam vio que Ava lo estaba lubricando en su vagina. Hasta que se lo empezó a meter lentamente por el culo. Él gimió y se retorció de dolor y de placer al mismo tiempo.
De repente se hizo el silencio. Alguien había apagado el hilo musical. Ava y Adam escucharon la voz metálica de Sarah por el sistema de megafonía:
-Señores clientes, les recordamos que estamos a punto de cerrar. Por favor, procedan a pasar por caja. Gracias por su visita. Esperamos volver a verles pronto.
Ava sacó el pepino del ano de Adam y lo lanzó al estante de las verduras; cayó justo al lado de los demás pepinos.
- Bonito tiro, bollito.
-Gracias -dijo ella. Los dos se rieron y se arreglaron la ropa a toda prisa. Ava recuperó su zapato y se guardó el látigo en el bolso- Será mejor que compre algo -susurró; leche de coco y un frasquito de estragón, pensó, como podía haber pensado en cualquier otra cosa.
-¿Nos vemos la semana que viene, tarrito de miel? -preguntó Adam-¿Donde siempre a la hora de siempre?
-No lo dudes, guisantito mío.
-Hasta pronto, entonces.
-Hasta pronto.
Adam observó alejarse a Ava por el pasillo. Al veda llegar, Sarah se preguntó por qué llevaría una media a la altura del tobillo. ¿Sería posible que no se hubiera dado cuenta?
-¿Qué tal el libro? -le preguntó Ava al tiempo que le entregaba su compra.
-Muy bueno -suspiró Sarah sin apartar los ojos del muslo desnudo de Ava-. Me encantan las historias de amor. ¿A usted no?
-Claro que sí -contestó Ava guiñándole un ojo a la cajera- Tengo una detrás de otra.


Cómeme
Emecé
Linda Jaivin

Barcelona, 2009
ISBN 9788496580473

288 pags.


jueves, 11 de abril de 2013

La educación sentimental de la señorita Sonia, de Susana Constante


Susana constante es una escritora bastante particular: sus relatos son, a mi modo de ver, caoticos y algo oníricos.  En una ocasión comenté que Luis G. Berlanga, fundador de Tusquets, inició la colección erótica "la sonrisa vertical" para editar todas aquellas obras que la represión franquista condenó al armario y que seguramente la gente tendría en sus casas.

Aparentemente este es uno (¿el único?) de esos libros: impreso en 1979, ganadora del premio de la portada rosa, parece ser que éste es un libro escrito en 1976.

Una muchacha, acompañada por un capitan del ejército viajan en tren. Se encuentran a un joven que se ha equivocado de tren, pero que los comienza a seguir sumisamente; aparentemente por amor platónico de la bella jovencita.

Ellos van a visitar a una Condesa, antigua amante del padre de la chica y quien tiene un hijo al que tramposamente llama sobrino y al cual ama absolutamente. El muchacho de 14 años es inteligente, soñador y está decidido a entrar al seminario y a renunciar al mundo. La condesa, mujer de placeres quiere que conozca el sexo (no el amor) para tratar de convencerlo de renunciar a sus planes.

El capitán, por su parte, hombre libertino y de placeres, está enamorado de la condesa, quien no le hace el menor caso y se ríe de su cursilería. Sonia, por otro lado, se enamora del muchacho, un par de años menor que ella pero más maduro intelectualmente. El muchacho simplemente ignora a Sonia.

Sonia era una chica rica con la impresión eterna de haber perdido una oportunidad. Iniciada por su padre y por un extraño violador de menores, quiere conocer el amor, aunque no lo persigue como un fin.

El libro refleja una filosofía muy interesante; desde ese punto de vista, el libro rescata elementos del erotismo clásico del siglo XVII y XVIII, con aquellas novelas que unían filosofía, anticlericalismo, perversión de una chica (chico en este caso) virgen y erotismo.

Olvidas, creo, que todo puede hacerse, a condición de mantener la compostura.
Apoyándose en el brazo del niño, la condesa suavizó la reprimenda con una sonrisa:
—Ten en cuenta, Sebastián, que es preciso guardar las formas, única manera de servirnos de ellas de acuerdo a nuestros deseos.
Sebastián la escuchaba frunciendo el entrecejo.
—¡Pero entonces —adujo pensativo— es necesario doblegarse, esclavizarse! —e hizo una mueca de desdén.
—Naturalmente —respondió Luisa, con un encogimiento de hombros—. ¿Contra qué, si no, irías a construir tus caprichos?
—¿Pero por qué —insistió el niño— obedecer para desobedecer? No te comprendo.
—¡Ah! —la condesa agitó la mano enjoyada— debes obedecer para sobrevivir, Sebastián; y desobedecer para vivir, esto es, para buscar tu placer. Es tal vez complicado, pero exacto. Todavía eres un niño — murmuró, mirando con ternura la carita afilada y morena—. Ya tendrás tiempo y ocasión de pensar en estas cosas.

Es un libro muy complejo, elegantemente escrito y de una sensualidad poco expresada:


Sonia lo miró, tendiéndole la mano derecha, y acariciando con la izquierda el cuello enrojecido de Alexei, mientras emitía sonidos consoladores, tales como:
—Ya, ya, ya. Vamos, vamos, vamos, etcétera.
Tomó, entonces, su mano y le dijo:
—Ven Nicolás —acomodándolo sobre su pecho libre.
Fascinado, Nicolás permaneció tendido allí, temeroso de decir algo que pudiera arruinarlo todo y mirando con un resto de prevención la cabeza abatida del Capitán de húsares que, no obstante, ya no le parecía tan terrible como cuando la miraba de abajo, esto es, hallándose Alexei bien plantado sobre sus pies. Se quedó allí, decía, hasta que captó un casi imperceptible cambio de ritmo en la respiración de la señorita, que acariciaba ahora su espalda y la del Capitán con los ojos cerrados y la boca anhelante. Alexei se inclinó sobre esa boca, lamiéndola dulcemente y deslizando una mano por la comba del vientre de Sonia, hasta apoyarla sobre el sexo con una presión exigente. Sonia apretó la cabeza de Nicolás contra su pecho y desatando los lazos del vestido le ofreció un pezón sonrosado y erecto.
—Chúpalo —le pidió, muy seria.
La mirada de Nicolás se encontró con los ojos atentos y algo espantados del Capitán que, al parecer, acababa de notar su presencia. Por un momento, el hombrecito sintió una contracción de miedo, pero sostuvo —inmóvil— la mirada de Alexei, y acabó por tranquilizarse pensando que siempre estaba a tiempo de matarlo, si la ocasión lo exigía, aunque rogando, también, que eso ocurriera —acaso debiera ocurrir— un poco más tarde.
Se encontraban, los tres, en una situación a un tiempo comprometida y lejana, como si sus gestos —cuerpos y palabras— les sucedieran, en cierta forma, por procuración. Pero también había — cada vez más a medida que pasaban los minutos— una suerte de concentrada colaboración. Cada uno de ellos (¿pero quiénes eran ellos?) procuraba adivinar, adelantarse al deseo de los otros, satisfacerlo satisfaciéndose. Atrapados en un mareo casi ensordecedor, sabían que actuaban, pero no sabían (no sabían) el nombre exacto de quienes llevaban adelante la acción. Y lo que en un principio había sido una situación en cierta forma clara —dos hombres y una mujer— se transformó imperceptiblemente en un sofocante e intenso vacío de placer, donde se movían tres cuerpos sin precisa y definitiva identidad. Este embudo amenazaba tragárselos (o al menos esto es lo que pensaba cada uno, perdido en su activa soledad), lo cual no hacía más que lanzarlos frenéticamente por encima de sus bordes, reclamando, tentando ese olvido pavoroso. Y es así cómo, al amanecer, estirada sobre la alfombra, desnuda, fresca y como recién lavada, Sonia murmuró:
—¡Oh, quisiera morirme! —y lo dijo con una sonrisa distendida y abierta, muy joven y sin ulterioridades.
El hombrecito, sin ropas, era casi hermoso. Delgado y enjuto.
—Yo también —dijo— quisiera morirme.
Y de todos ellos él era, tal vez, quien lo deseaba más ardientemente. Alexei, en cambio, se puso de pie con un gesto brusco.
—Yo —aseveró— hubiera preferido morir un poco antes de ahora.
Volvían, de pronto, a ser tres gestos precisos. La luz mezquina de un amanecer lluvioso no restituía los rostros, sino las funciones; no bautizaba, condenaba: una señorita, un caballero, un esclavo.
Retirándose a lo más oscuro de la habitación, Nicolás sufrió el golpe de este conocimiento, que lo sumió en una desesperación infinita. Permaneció acurrucado largo rato, con los ojos fuertemente apretados, sin ver (sin querer ver) nada, hasta que, como un relámpago, una idea se abrió paso en el lodazal de su padecimiento: «Yo, se dijo, soy el único que ha elegido. Yo sé de ellos todo lo necesario, mientras que ellos nada conocen. ¡Yo tenía una vida distinta, yo era otro, antes de ser éste!», y entonces abrió los ojos.

La condesa ofrece a su propio hijo a Sonia, a condición de que no le permita enamorarse. Ella está intentando salvar a su hijo de la religión, porque de no hacerlo, deberá resignarse a hacerse vieja y a renunciar ella misma al mundo.

—¡Amas a Luisa! —le dijo riendo, afeada por el dolor y la cólera—. ¡Amas a tu madre, querrías estar a su lado desnudo, como ahora conmigo! No eres hombre —le decía, acariciando frenéticamente el
sexo de Sebastián y tironeándose a veces del cabello en un intento desesperado por no ser arrancada de ese lugar, por recuperarse sana y salva, con el orgullo intacto.
Sebastián la miraba, incapaz de apartar los ojos de su cara, sometido a la violencia de esta verdad que ella le ponía por delante y repetía una y otra vez con la exacta pasión de un látigo manejado por una voluntad impersonal y justiciera. Su sexo erguido temblaba y, sin advertirlo siquiera, la golpeó, derribándola de espaldas sobre el lecho y arrojándose sobre su cuerpo con la misma precisión maniática con que la había golpeado.
Mudo, pálido y furioso, se abrió paso entre sus piernas, penetrándola con violencia y sintiéndose llegar a un lugar desconocido, que lo atraía y rechazaba a la vez en un movimiento pendular oscuramente presentido y deseado.



Perversógrafo: Sexo oral, sumisión, fetichismo, incesto.









La educación sentimental de la señorita Sonia
Susana Constante
La Sonrisa Vertical SV 13, Tusquets Editores
España, 1979
ISBN: 978-84-7223-313-3
136 pág.